jueves, 22 de marzo de 2012

El perfume - Patrick Süskind

ESTUDIOS. filosofía-historia-letras
Otoño 1986

Julián Meza: Patrik Süskind, El perfume. Historia de un asesino
Patrik Süskind, El perfume. Historia de un asesino,Barcelona, Ed. Seix Barral, 1985, 23 7 pp. USBN: 84-322-0531-1)

Hay novelas que desde el principio producen en el lector una clara sensación de placer o de disgusto, de tranquilidad o de zozobra, de curiosidad o de complacencia. otras provocan una enorme atracción o un intolerable aburrimiento. (Jamás olvidaré el insoportable tedio en el que me sumergió El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez.) Así, no deja de resultar extraña e inquietante una novela que, a la vez, seduce y repugna.

Desde sus primeras páginas El perfume de Patrik Süskind cautiva y repele, tal vez como el aroma de una esencia que, confundido con los humores de un cuerpo, presa de la luminosidad solar, nos atrae y, al mismo tiempo, nos empuja, a menudo sin conseguirlo, a escapar de su influjo. A esta ambigua sensación se suman la curiosidad, el disgusto y la zozobra que despierta en el lector la odorífera evocación, hecha por Süskind, de un momento de la historia de Francia.

Sin apoyarse en un sustrato material, ajeno a descripciones arquitectónicas, paisajísticas o urbanas, Süskind nos cuenta, mediante el recurso del olfato, cómo era Francia antes de las grandes revoluciones de finales del siglo XVIII; o bien: nos dice a qué olía una ciudad europea de entonces, pues el olfato es su guía en la descripción del singular universo donde el Antiguo Régimen distraída, despreocupadamente se acerca a su abismo. Así vistos, o, mejor aún, así olidos, los campos, los bosques, las montañas, las ciudades de provincia y, con sus barrios, la capital de Francia son un olor. Pero no sólo Francia es un olor.

Si el hombre es lo que come y lo que hace, también es lo que transpira o lo que deja de transpirar, en relación con sus alimentos cotidianos, su manera de prepararlos y secretarlos. Así, cada país, cada ciudad y aun cada cuerpo tienen su propio olor. Norteamérica es, predominantemente, aun en sus bosques, el olor a asepcia. México huele a maíz, cal, humo de leña tierna. El metro de París huele a ajo; el de Barcelona a aceite de oliva mezclado con agua de colonia. El trastévere romano huele a la antigüedad de su historia.

Es probable que exista una memoria del olfato, pues la historia misma es, a fin de cuentas, un olor, como se lo sugirió a Marcel Proust su reencuentro con la petite madeleine:

Pero, cuando de un antiguo pasado no subsiste nada, después de la muerte de los seres, después de la muerte de las cosas, solos, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor siguen todavía mucho tiempo, como almas, recordando, aguardando, esperando sobre la ruina de todo lo demás, llevando sin doblegarse, sobre su gotita casi impalpable, el edificio inmenso del recuerdo (En busca del tiempo perdido, Pléiade, p. 4 7).

Quizá no es equivocado pensar que algo tan evanescente como el olor de los seres y de las tosas es más persistente, más perdurable que los monumentos descomunales, los acontecimientos mayúsculos y los grandes personajes.

Que nuestro pasado sigue viviendo en los pequeños olores es algo que mostró con toda claridad Marcel Proust en su historia de la madeleine. Algo semejante ocurre en El perfume de Süskind, aun cuando no se trata, en este caso, de una pequeña madeleine, sino de un asesino que, a semejanza del Huguenau de Broch, no recuerda sus asesinatos o, peor aún, ni siquiera se da cuenta de que asesina, pues por encima de sus crímenes prevalecen sus designios olfativos.

Dar cuenta de la historia de un asesino resulta algo demasiado simple cuando se tienen a la vista los crímenes de la rue Morgue o la declaración de un gato negro. No es igual cuando el personaje alimenta las 237 páginas de El perfume. Un hombre sin sombra, una voz sin sonido, un cuerpo sin olor o unos dedos sin huellas digitales jamás dejarán un rastro. Y aun cuando quede alguna noticia de su existencia el solo aroma del perfume puede siempre borrar el recuerdo. O, como ocurre en el caso de la novela de Süskind, puede avivarlo hasta convertirlo en un crimen.

Ciertamente, como ocurre en el caso de El perfume, se puede llegar al olvido del perfume por exceso. Entonces, la abundancia no sólo provocará una carencia, sino que aun la anulará. El exceso en el bien siempre produjo el mal; el exceso en el amor puede provocar aun el canibalismo y la muerte.

Sería inútil pensar que El perfume podría ser un camino para llevarnos a nosotros mismos. Tampoco nos secuestra o nos pierde en el laberinto de sus olores. Tan sólo es quizá una advertencia, en un siglo en el que el olor ha llegado a carecer de significado... en la ducha, en el armario, en la cocina misma.. . aun cuando su recuerdo nos asedie, contra natura como una petite madeleine, a lo largo de toda nuestra existencia.

Los buenos recuerdos son los buenos olores, aun si, como ocurre en el caso de El perfume, son también los crímenes, no siempre sancionados por un tribunal que se embriaga y pasa de largo sobre el cadalso, pesado y ligero como la guillotina, como el perfume. Tan pesado y ligero como La insoportable levedad del ser de Kundera, tan insostenible en su ligereza o su pesadez como el perfume; tan joven o tan tierno como la Lolita de Navokov; o tan Gilles de Rais como los personajes de Tournier. Y todo esto sin olvidar la memoria del olfato que la magia de Proust hizo salir de una taza de té.

Más allá de una horizonte hecho de imperceptibles olores, el recuerdo del perfume nos gana para su causa, aun cuando su aroma resulte francamente desagradable.

Más allá de Marcel Proust y de su recuperación del tiempo, más allá de la ingrávida pesadez que nos aplasta con el peso de Kundera, más allá de la temprana edad de las flores navokovianas o del acechante Gilles de Rais con el que nos asedia Tournier, El perfume continúa su azarosa marcha rumbo a la pérdida del olfato, rumbo a la pérdida de la memoria que nos desagrega hasta convertirnos en migajas.

Detrás de usted una sombra sin olor acecha. Ojalá el viento la desvanezca o, como ocurre en el caso de esta novela, se convierta en un aroma capaz de suscitar el entusiasmo de sus olfatos enemigos. Y así hasta el momento en que una piedra ya no sea capaz de desagregar un olor, una máscara ajena a su rictus.

Así como el amor jamás fue recompensado, el poder siempre obtuvo su castigo. Y si no que el poder, o el amor, haga la lectura de El perfume.

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