¡Ay Matria mía!
“Matria” deriva de un concepto creado por el historiador mexicano Luis González, que resume en esa palabra el rezongo popular contra la historia de bronce y la búsqueda de identidad de raíces y de valores de su pueblo, refugios -ambos- de una sociedad en crisis de crecimiento. Por decirlo livianamente.
De este interesante modo, el historiador colabora literariamente para empequeñecer ciertos malestares civiles que provoca la palabra patria, licuando el divorcio entre la historia de los historiadores y la verdadera historia, que es la de cada uno de nosotros.
¡Qué tierna y vigorosa suena al oído la palabra matria!, qué poderoso, dulce y suave reconocimiento dado al íntimo espacio que ocupa el hombre en su territorio ‘posible’.
Patria en cambio suena a macho cabrío. A ejércitos. A combates denodados en suelos infecundos. A ley y a norma. A fronteras. A puntos cardinales. A marcha militar. A regiones. A feudos. A cárceles. A próceres. A bronces oscurecido. A lámparas votivas. A gobiernos y desgobiernos. A elecciones. A política. A estrados y estragos. A cargos. O para definirlo mejor, tal como dijo Tomás Moulián al referirse a su patria, su Chile natal: “es la materialización de una cópula incesante entre militares, intelectuales neoliberales y empresarios nacionales o transnacionales”, qué más da. Cualquier parecido, no es pura casualidad, acá es igual.
Matria es un territorio cultural en continua expansión. En su matriz descomunal coexisten todos los elementos de la naturaleza. Todos. Y todos los elementos creados por el hombre. Todos también. Más sus cambios, sus retos, sus anhelos, sus desgracias y sus portentos.
La matria es más que nada la lengua, el arte y la ciencia, pero por sobre todas las cosas, es la lengua. La lengua heredada y la lengua legada.
Es la gramática, la leyenda, el libro, la poesía, la palabra. Es la oración que se enseña para antes de ir a dormir y para despertarse, mientras uno está arrodillado. Es la escuela. Es la rayuela que pocos recuerdan, son los juegos en los patios, la tiza, el delantal, el cuaderno nuevo ¡y su aroma a papel incomparable!
La matria es el hogar, la radio por las tardes, la cuna y los cuentos que cuentan las abuelas. Es papá haciendo el asado en el patio. O iniciándole al hijo a hacer el nudo de su primera corbata. Son los abuelos. Son los tíos, los primos y los padrinos.
Matria es la voz amada en el teléfono. Es esa canción, el mate, una mirada. Son las viejas fotos vueltas a mirar una y otra vez en los días de lluvia. Y son las herramientas de papá, algo desordenadas. Y su tenedor de asar. Su caña de pescar, su vaso de vino y su parrilla.
Matria es la madre picando el ajo y la hierba sobre la mesada. O tendiendo el mantel para apoyar el pan. O soleando la ropa blanca sobre el pasto que de tan temprano, todavía tiene memoria de rocío. Es papá cambiando los pañales y entibiando la mamadera.
La matria es dar los buenos días, ir a hacer los mandados, saludar al cartero, combatir las hormigas, regar las flores, pintar paredes, hacer una torta, plantar marimoñas, ir al cementerio a llevar al muerto.
Ella es la que habla de que cada uno de nosotros, es una nación de identidades, vive en el cuerpo y vive en las cosas que nos rodean, nos da un espacio propio cercano, posible y dócil para que podamos desenvolvernos. No es sólo una superficie de suelos y de aguas. No es sólo fronteras.
Matria es el aura de todas las hembras en el momento de amamantar. De las mujeres que acarician a sus hijos. De las perras y las gatas que con rumor nuevo y extraño lengüetean a sus crías al mismo tiempo de lactar. No debe existir cuadro más apacible que el de las gatas cuando amamantan. Ellas saben cómo hacerlo, y mientras lo hacen emiten unos rumores profundos, solapados mensajes en puro lenguaje felino, contraseñas. Después cuando crecen, los pequeñitos ya saben todo lo que tienen que hacer. Matria felina, si la hay.
Por eso prefiero la matria a la patria. Porque es una matriz tan desbordada que se sale del cuerpo, se sale de los patios, se sale de las comarcas, se sale de las fronteras. No es necesario hacer la guerra para cuidarla. Basta con hablar, con contar los cuentos de la abuela, con repasar las fotos, con recorrer el patio después de la lluvia. Basta con que padre y madre se reconozcan en los hijos. Y les acaricien la cabeza de tanto en tanto. Y les peguen un flor de abrazo de repente.
Miguel de Unamuno, el gran humanista español, ya decía lo mismo que canta Caetano Veloso, que en vez de patria, deberíamos tener “matria”.
Ay matria mía, cuánto abono que sos para la patria. Porque la matria es cosa de hombres y mujeres, de manos enlazadas, de bolsas de sal y lechos compartidos, de nacimientos festejados y de muertes gemidas. Es el recuerdo del hijo que emigró y ahora vive en Barcelona o en Málaga. O en Australia. O vaya saber en qué otras alejadas patrias, pero qué cosa, igual hacia allá se llevó la lengua, hasta allá se llevó a la matria, y cuando pasen los años, morirá envuelta en ella, será su bandera.
Bendita sea la matria.
Cristina Rosolio
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