jueves, 30 de octubre de 2008

EL GAUCHISMO DE MARTIN FIERRO

Conferencia pronunciada por Alvaro Yunque entre 1940 y 1943

El año 1872 apareció El gaucho Martín Fierro y el año 1879, La Vuelta de Martín Fierro. En vísperas de cristalizarse el anhelo constitutivo de la Nación, la literatura gauchesca que venía asomando su voz desde los tiempos de la Colonia, daba así su obra maestra poco antes de desaparecer el gaucho. La vida nacional tomaba otro rumbo, y el inmigrante, agricultor y obrero, sería más imprescindible que el gaucho, hombre de guitarra y armas llevar. Éste se adaptaría al trabajo trocando el chiripá por las bombachas del paisano, o caería en los últimos espasmos de la guerra civil o, perseguido por el delito de abigeato, peleando contra la policía. Trabajar o morir: el sino era implacable, como lo es todo mandato histórico.
Sarmiento escribió a Mitre en 1861: “No trate de economizar sangre gaucha. Este es un abono que es preciso hacer, útil al país. La sangre es lo único que tienen de humanos” (refiriéndose a los gauchos).
Siempre que dos clases conscientes de su destino luchan, la revolucionaria se apoya en las inferiores que aun no han alcanzado su conciencia de clase. Las burguesías de Europa, en su lucha antifeudalista, se apoyan en el artesanado y el campesinado confusamente descontentos de su miseria. Y después del triunfo los sacrifican. Lo mismo ocurrió con la burguesía argentina que desvirtuó la Revolución de Mariano Moreno. Se apoyó en el gauchaje y lo lanzó a la guerra, luego lo sacrificó: lo explotó en el trabajo de las ya alambradas estancias o lo hizo asesinar por sus policías, para al fin, alzar un himno en loor de su coraje.
Al abrir la Revolución de Mayo el puerto de Buenos Aires al comercio exterior, la carne y el cuero tomaron un precio insólito. Y como en teoría, toda la pampa que no era del indio, tenía dueño, el terrateniente se sintió dueño también de la hacienda chúcara que ambulaba en aquellas extensiones, a merced del primer lazo o del primer par de boleadoras. Y comenzó a disputar al gaucho cazador esa hacienda, ahora destinada a saladeros y curtiembres, y de la que hasta ayer el gaucho disponía a su antojo. Se rebeló éste sintiendo vulnerado su derecho, y el “propietario” comenzó a defenderse con leyes. ¡Y qué leyes!
El 10 de agosto de 1815, se dio un decreto para paralizar al “centauro de las pampas”, como se le decía elogiosamente al gaucho. Quién no tuviese propiedad – ¿y qué gaucho podría tenerla, si desde Garay se venía repartiendo cada legua de tierra conquistada a los indios? – Quién no tuviese propiedad, era considerado “sirviente”. Y el sirviente debía munirse de una papeleta, renovable cada tres meses, faltando la cual se le conceptuaba “vago”. El “vago” no podía transitar sin que se le apresase para destinarle, por cinco años, al servicio de las armas. A quien no sirviese para soldado, se le forzaba a reconocer un patrón a cuyo servicio debía trabajar por dos años la primera vez y por diez años en caso de reincidencia. Naturalmente, el decreto no deja de aclarar que el “condenado” trabajará por “su justo salario”, sin establecer cual sería su salario: al arbitrio del patrón quedaba la justicia.
La lucha de clases se hallaba asentada, pues, sobre leyes de una crueldad pavorosa. La insurrección de los caudillos, desde Artigas hasta López Jordán, ha sido condenada, como fue condenada la acción del indio que defendía su territorio del malón de los cristianos. Y aquí como allá, contra indios y contra gauchos; nunca se pensó hacer otra cosa que guerra de exterminio. Es la impaciencia que siempre demostró la clase triunfante por desembarazarse de sus aliados de ayer que, a su turno exponen derechos y reclaman su parte en el botín. Las grandes palabras, las sutiles teorías; se hallaban a disposición de la pluma y de la voz de los ideólogos oligárquicos de Buenos Aires. Y éstos proclamaron que la lucha de los opresores contra el gaucho hambriento era la “civilización contra la barbarie”, “lo europeo contra lo colonial”, “la ciudad contra el desierto”.
Y la insurrección del gaucho fue sólo una protesta de la clase utilizada y olvidada.
Desde el primer momento los hombres urbanos cultivaron el gauchismo. Gauchismo patriótico, político o simplemente pintoresco, “para divertir”, como dice Hernández. Se llegó a forjar la leyenda del gaucho. Y se le deformó a fin de hacerlo símbolo de la patria: tal el Santos Vega de Rafael Obligado o el Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes, por citar sólo dos ejemplos, a quienes su calidad literaria torna en sobresalientes sobre el montón de los fracasados. En manos de escritores de la burguesía como Obligado o Güiraldes el gauchismo se torna tradición, flor del pasado, nostalgia de lo desaparecido. Y se lo idealiza. El gaucho pobre, sacrificado en la guerra, explotado en las duras faenas de estancia; se transforma en un ser distinto. Ya no es el semidesnudo haraposo a quien se le disputaba – policía mediante – la libertad y el alimento. Ahora es un ente soberbio y viril, trajeado siempre como de domingo, ocupado sólo en cantar y guitarrear, caballero en pingos escarceadores. Tal los protagonistas de los novelones de Eduardo Gutiérrez o de múltiples dramas gauchescos que de él derivaron, tal el Lázaro de Ricardo Gutiérrez o el Celia de Magariños Cervantes… Toda una literatura tan profusa como falsa que se creó en torno del gaucho. Poemas, dramas, novelones… y hasta dramas radiales en episodios, sobrevivencia del folletín y de la novela por entregas, donde la época de Rosas, con su truculencia explotada sentimentalmente, hace correr ríos de tontería lacrimógena.
A veces, el escritor de mentalidad burguesa, citemos a Estanislao del Campo, para poner otro ejemplo de calidad; hace del gauchismo un pretexto literario. Su Fausto es ingenioso, está lleno de belleza, pero los gauchos que el él dialogan no lo hacen como Contreras y Chano, menos como Cruz y Fierro; para criticar, para sacar de lo hondo de sus almas heridas por la explotación y la injusticia social, la amargura que los roe. Hablan para “divertir”. De aquí el éxito que en su época tuvo el correcto Fausto, éxito, por la misma causa, repetido con el Don Segundo Sombra de Güiraldes.
El gauchismo exterior, descriptivo, tradicional, pintoresco, apariencia de originalidad costumbrista, porque no tiene en su forma antecedentes españoles, hecho por literatos para literatos, ocultando en su fondo una idea profundamente conservadora como es la del culto a un ayer superado por nuevas expresiones de civilización; este es el gauchismo que cultivó la burguesía argentina, gauchismo de exportación, de fiesta patria infantil; gauchismo estatuario y conmemorativo. Este gauchismo toma, a veces, pulcras expresiones literarias en el risueño Fausto Criollo de Del Campo, en los patrióticos Santos Vega de Obligado, La Guerra Gaucha de Lugones, o en el evocativo Don Segundo Sombra de Güiraldes. Es un gauchismo literario, para que los críticos peninsulares – el ceremonioso don Juan Valera – lo pusiesen sobre el ápice de su admiración, hacia “la originalidad americana”; pero es un gauchismo sin realidad, porque en él no aparecen todos los abusos y todas las desgracias de que es víctima esa clase desheredada de nuestro país.
Ese gauchismo sin gauchos, no es el de Hernández. La lista de autores cultos que con la más varia suerte artística han ido a beber en las aguas del gauchismo a fin de producir una literatura autóctona – que la mayor parte de las veces sólo tiene apariencia de tal –es ya grande si se incluye a uruguayos y argentinos. En la poesía, la novela, el periodismo, el ensayo, el teatro, está presente el gaucho o su secuencia en el curso del tiempo: el paisano.
El montevideano Bartolomé Hidalgo con sus “diálogos” y sus “cielitos”; el cuyano Juan Gualberto Godoy; el cordobés Hilario Ascasubi con sus “trovos”; Esteban Echeverría con su romántico poema La Cautiva; Bartolomé Mitre con sus Armonías de la pampa; Juan María Gutiérrez, Luis Domínguez, Magariños Cervantes, Del Campo, Rafael Obligado, Demaría, Regúlez, Alberto Ghiraldo, el Viejo Pancho, Montiel Ballesteros, Espínola, Ipuche; todos ellos encontraron motivos gauchos en leyendas, costumbres, tradiciones y cuadros históricos. Si se incluyera a novelistas y dramaturgos, la cita sería numerosa. Los narradores Ricardo Hudson y Cunningham Graham – que escribieron en inglés -; Godofredo Daireaux, Javier de Viana, Roberto Payró, Benito Lynch, el dramaturgo Florencio Sánchez, el criollista Martiniano Leguizamón; también han cultivado el gauchismo, ya con erudición, ya con fuerza evocativa. Las nuevas generaciones lo frecuentan en el teatro y en el libro continuamente, en obras de recopilación folclórica, en cuentos, leyendas, fábulas, donde el gaucho sigue siendo venerado y motivo de inspiración.
A veces, como en Los Gauchos Judíos del entrerriano Alberto Gerchunof, se nos presenta con una apariencia insólita. Es la fusión de lo criollo y lo judío dando Abrahanes y Jacobos de facón a la cintura y buenos bebedores de mate, a la vez que excelentes agricultores, laboriosos colonos. Las hazañas de Moreira y de los Macabeos llenan por igual su fantasía.
Si en cuánto a cantidad el balance de la literatura gauchesca es proficuo, la calidad, en cambio, es exigua. Poco quedará del gauchismo. Y por sobre este poco, poema único, expresión de gran arte, levantando canto de raíces vigorosas y profundamente hundidas en lo humano: el poema de Martín Fierro.
Con él, alcanza la literatura gaucha la magnífica talla de la épica. Y es porque la lucha social, presente en toda gran obra de arte, lo nutre con sangre de pueblo.
Hernández no escribió para escribir, sino para enseñar. En el prólogo a la segunda parte de su poema, hace una sucinta enumeración de las lecciones que pretende dar a sus conciudadanos. Pero también dice: “Un libro que todo esto, más que esto, o parte de esto enseñara sin decirlo, sin revelar su pretensión, sin dejarla conocer siquiera, sería indudablemente un gran libro y por cierto que levantaría el nivel moral e intelectual de sus lectores”…
Hernández no canta por cantar, como los pájaros. El es un gran artista, y su canto, fatalmente, es canto de hombre. No canta por divertirse o para divertir. Hombre profundamente serio, que ha pulsado el dolor de los pobres; no canta sólo para pintar crepúsculos o auroras pampeanos, ni para describir costumbres o tipos ni para hacer gala de su vivaz ingenio gaucho, que lo posee. El canta para “levantar el nivel moral e intelectual de sus lectores”. Y canta para hacer “la historia de los infortunios del gaucho, penetrando con pensamiento de filósofo en lo más íntimo de la azarosa vida de una clase que, bajo la dominación colonial, como bajo la dominación republicana, sólo ha sido víctima obligada de todo género de abominaciones”. Tales son las palabras del editor que preceden a su poema, y en las cuales se reconoce la pluma de Hernández, brioso periodista del diario El Río de la Plata, órgano defensor de los expoliados campesinos.
Sus propósitos son claros: Escribe para hacer propaganda de sus ideas, para inculcar en sus lectores la savia de su sentir. Habrá quienes, excesivamente superficiales, supongan que sus cantos sólo son cantos; pero sus cantos están cargados de intención proselitista.

Digo que mis cantos son
Para los unos…sonidos
Y para otros…intención.

El no templa su instrumento para hacer cosquillas sentimentales en el corazón de sus oyentes. Viene cargado de bellezas, sí, pero también de observación, de la dolorosa observación que ha recogido en su trajinada vida, y esto le impide jugar ante los ojos de sus lectores con aquellas bellezas, brillantes como juegos de artificio.

No tiemplen el estrumento
Por sólo el gusto de hablar,
Y acostúmbrense a cantar
En cosas de jundamento.

Aconseja Fierro a sus hijos cantores. La insistencia del propósito indica que constituía una obsesión para Hernández. Otros, hombres de ciudad y cultos, ya habían transformado en materia de arte el medio y el tipo pampeanos; pero nadie había opinado aún acerca de la vida de explotación y esclavitud que una organización nacida a la sombra de la libertad, imprimía a una clase desheredada, manteniéndola en la ignorancia y obligándola a sacrificarse en continua lucha contra el indio, a fin de que aquella sociedad gozase los beneficios de la civilización. Hernández canta, y su canto se alza viril y bello, deslumbrante de metáforas. Hernández canta y opina:

Yo he conocido cantores
Que era un gusto el escuchar;
Mas no quieren opinar
Y se divierten cantando;
Pero yo canto opinando,
Que es mi modo de cantar.

Hernández, además de ser hombre que piensa y siente, es artista. Más aún: es un gran artista, y por esto, porque es un gran artista, se sirve de su arte para propagar sus ideas, lo transforma en una herramienta de trabajo a fin de enseñar, de “levantar el nivel moral e intelectual de sus lectores”. Pero no dice su propósito, no revela su pretensión didáctica, no deja conocer su intención moralizante. Y por esta actitud, cuanto por aquel pensamiento que lo vertebra, su libro resulta un gran libro, y también un gran libro de arte.
Martín Fierro es literatura social, de protesta y propaganda, de lucha y polémica, tendenciosa; pero su tendencia fluye de su acción, no de un programa explícitamente formulado. Le basta ser verista para ser reconocido como un bravío documento histórico, un recio embate contra la injusticia social, una amarga requisitoria punitiva del egoísmo humano.
Hernández sentía el dolor del prójimo, del gaucho que él tan bien conocía, clase desheredada y sacrificada de la sociedad argentina, y porque es un sentidor, es un profundo revolucionario. No anda con medias tintas el fuerte autor de La vida del Chacho - Ángel Peñaloza - para gritar a voz en cuello terribles verdades a los gobernantes porteños de su época. O para discutir – trenzado con Alem – en la legislatura provincial, en pro de la capitalización de la ciudad de Buenos Aires, o para escribir los vibrantes, meditados artículos que iluminaban las páginas de El Río de la Plata, el periódico que fundara el año 1869. Estos artículos, así como sus Instrucciones del Estanciero, no sólo son notables por el ímpetu crítico, sino por la enjundia constructiva que los llena de luz. Y siempre, su insistente defensa de los vejados: “Ningún pueblo es rico si no se preocupa por la suerte de sus pobres” – escribe en Instrucciones del estanciero. Y enumera: “el “lépero” de México, el “llanero” de Venezuela, el“montuvio” del Ecuador, e el “cholo” del Perú, el “coya” de Bolivia y el “gaucho” de Argentina, no han saboreado todavía los beneficios de la independencia, no han participado de las ventajas del progreso ni cosechado ninguno de los favores de la libertad y de la civilización”.
Podría agregarse el “negro” de los Estados Unidos de Norteamérica. Después de la guerra de secesión, triunfantes los antiesclavistas, en 1865, se proclamaron en la república del norte una serie de leyes llamadas “leyes negras” y dirigidas contra la gente de color, algunas de las cuales – la relativa a la vagancia – tienen una singular similitud con la ley argentina de 1815, tendiente a quitarle la libertad al gaucho. Por aquella ley, todo negro sin trabajo era considerado “vagabundo” y se le imponía una multa de cincuenta dólares. Si no los tenía, era enviado a prisión y para salir estaba obligado a trabajarle al amo que lo comprase, por un determinado tiempo. En la práctica, el negro quedaba esclavo para toda la vida. Y el amo hasta tenía derecho a someterlo a “moderados castigos corporales” – agrega la ley.
Frederick Douglas, escritor negro, dijo: “El negro quedó libre del poder de un amo personal, pero se transformó en esclavo de la sociedad. Carecía de dinero, de propiedad y de amistades. Quedó liberado de la antigua plantación, pero recibió en patrimonio el polvoriento camino que sus pies pisaban. Quedó libre de la vieja barraca que le servía de cubil, pero se convirtió en esclavo de los vientos, del verano, del frío. Quedó libre y desnudo, hambriento, sin techo bajo la bóveda celeste.”
Las palabras de Frederick Douglas podrían aplicarse al gaucho de la pampa argentina. La libertad de uno y otro – negro y gaucho – eran igualmente ilusorias.
Tal como su derecho al voto: el Ku-Klux-Klan, sociedad secreta, asociación terrorista de hacendados, bajo la protección gubernamental, se encargó de hacer imposible, en la práctica, que los negros influyeran con su voto en el curso democrático de la república del norte. En la del sur, una organización menos espectacular, pero no menos impositiva de partidos, comités, caudillos, comandantes de campaña, jueces de paz, patrones de estancia, comisarios; constituyó una máquina tendiente a burlar los derechos electorales del gaucho, ignorante y aislado por leguas de soledad.
“A mí no se me escapa la lengua, sé lo que digo” – afirma Hernández, polemizando en la legislatura. Saber lo que dice es la cualidad madre de cuanto salió de su pluma. La madurez del pensamiento, vestida por la reciedumbre de una palabra serenamente valerosa es la característica central de toda su obra de periodista, de legislador y de poeta. Y nuevamente, en sus polémicas de la legislatura, lo encontramos afirmando la seriedad de su propósito, que él intuye trascendente: “Yo no vengo a divertir a nadie, no es esa mi misión.”…
Entre los “juicios” – algunos de los cuales resultan francamente risibles – que preceden las primitivas ediciones del poema, esas ediciones en papel de diario, con tapas de color verde, adornadas de rústicas y veraces estampas; halamos un juicio de Mitre, interesante como revelador de dos actitudes, la del reformista – Mitre – y la del revolucionario – Hernández -. Mitre, que había intentado poesía gauchesca con criterio de escritor burgués, es decir, enfocado a lo gauchesco en su costumbrismo-pintoresco-descriptivo-legendario; escribe al amargo expositor del dolor gaucho, en el año 1879: “No estoy del todo conforme con su filosofía social, que deja en el fondo del alma una precipitada amargura sin el correctivo de la solidaridad social. Mejor es reconciliar los antagonismos por el amor y por la necesidad de vivir juntos y unidos, que hacer fermentar los odios”…
¡Como sonreiría, tras de sus barbazas, el gran hombre, el clarividente autor de los artículos del periódico El Río de la Plata, punzantes, reveladores de la genialidad de su pensamiento y de la hondura de su observación, al oír a este “hombre de gobierno” hablando de reconciliar antagonismos por el amor! ¡Y esto en 1879, a los diez años de él escribir su serie de artículos contra la barbarie gubernamental que creaba la ley de los contingentes y las milicias, último sacrificio a que se condenó a los gauchos, ley rebosante de fría crueldad, como lo son siempre las leyes que han regido las luchas de clases!
¿Podía Hernández, escritor de genio, criatura de su propia obra, fuerza desbocada de su instinto, deformar la verdad, desvitalizar su poesía, atenuarla, pulirle aristas, sonrosar la púrpura de su sangre?... El, un escritor serio, tenía una misión, que no era la de divertir. El gaucho, exótico para los hombres urbanos, no era en él un pretexto de literatura americanizante. Escribía para expresar lo que había lo que había visto en las andanzas de su existencia, para dejar que sollozara su indignación de gran hombre, sentidor y pensante, al través de los versos rústicos y magníficos de un gaucho valiente y desdichado, como todos los de su clase.
José Hernández había hecho una larga experiencia de odios en su vida por estancias y fortines, o de montonero con López Jordán, el último caudillo, o de desterrado en Brasil y Montevideo. Ahora, escribiendo, dejando salir por su pluma corajuda y sincera todo lo recogido en sus andanzas; ¿se le pedía menos amargura, que no hiciese fermentar odios? ¡Cómo sonreiría el sufrido hombre de cuarenta y cinco años maduros y dolorosamente vividos! ¡Se le pedía que fuera pueril, a él que era genial!; ¡Como si un algarrobo o un eucalipto pudieran crecer en un laboratorio!
La filosofía social revolucionaria es amargamente odiosa. Su implacabilidad es la de la vida de los hombres divididos en clases enemigas, irreconciliables, según nos lo muestra la experiencia histórica.
El mismo nos dice qué ha querido hacer en su poema: “Mi objeto – escribe – ha sido dibujar a grandes rasgos, aunque fielmente, las costumbres del gaucho, sus trabajos, sus hábitos de vida, su índole, sus vicios y sus virtudes; ese conjunto que constituye el cuadro de su fisonomía moral y los accidentes de su existencia llena de peligros, de inquietudes, de inseguridad, de aventuras y de agitaciones constantes”…
José Hernández conocía palmo a palmo el ambiente y los hombres de su poema. A él no se le puede reprochar, como a Estanislao del Campo, hombre de ciudad que escribía sobre gauchos para divertir; no se le puede reprochar que desconociera detalles o empleara mal palabras de su vocabulario. A Hernández no se le escapa la lengua – él lo afirma -. Sabe lo que dice. Esta veracidad es la que da a su libro una potencia vital que, pasados los años, lo mantiene fresco, móvil y vigoroso, sobreviviente a su hora y aún a la raza de cuyo dolor se nutriera:

Más que yo y cuántos me oigan,
Más que las cosas que tratan,
Más que lo que ellos relatan
Mis cantos han de durar:
¡Mucho ha habido que mascar
Para hacer esta guayaca!

El gaucho, hombre de égloga y aunque haraposo, todavía no hambriento, cazador de reses salvajes durante la Colonia, se hace soldado de caballería cuando la Revolución y las luchas partidistas: El amor de la estanciera, primer sainete gauchesco, anónimo, los “cielitos” de Hidalgo y los “trovos” de Ascasubi, son las obras que lo muestran en estas tres fases. Luego se lo utiliza como elemento electoral o como milico de fortín para contener a los indios. Así es como lo presenta Hernández, haciendo que uno de ellos nos cuente su propia vida:

Aquí me pongo a cantar
Al compás de la vihuela,
Que al hombre que lo desvela
Una pena extraordinaria,
Como l’ave solitaria
Con el cantar se consuela.

El hombre se tiene fe para el canto:

Con la guitarra en la mano
Ni las moscas se me arriman.

El canto en él no fue un aprendizaje, sino un don:

Dende el vientre de mi madre
Vine a este mundo a cantar.

También se tiene fe como bravo:

No me hago al lao de la huella
Aunque vengan degollando,
Con los blandos yo soy blando
Y soy duro con los duros,
Y ninguno en un apuro
Me ha visto andar tutubeando.

Además, este poeta y guerrero, en el instante que se nos aparece para relatar, en rueda de pulpería, las incidencias de su vida trabajada, a las que salpimienta de reflexiones e ilumina de imágenes; ya es un hombre hecho. Ha sufrido:

Justa experiencia en la vida
Hasta pa dar y prestar,
Quien la tiene que pasar
Entre sufrimiento y llanto;
Porque nada enseña tanto
Como el sufrir y el llorar.

En la primera parte – “la ida”, como se dio a llamarla el público lector -; Martín Fierro es un gaucho de estancia, trabajador y pacífico, buen marido y buen padre. Pero la ley lo atrapa – esa ley de guarnición de fronteras que Hernández combatió en artículos briosos – y se lo lleva a pelear contra los indios. Harto de la mala vida que allí pasa, deserta, vuelve a su pago. No encuentra ni mujer ni hijos:

No hallé ni rastro del rancho
¡Sólo estaba la tapera!
Por Cristo si aquello era
PA enlutar el corazón,
Yo juré en esa ocasión
Ser más malo que una fiera.

Y aquel hombre, arrancado de su familia – a la que en su ausencia se la despojó de todo – llevado a pelear contra los indios, a padecer injusticias de un régimen militar primitivo y arbitrario; vuelve, y otra ley lo atrapa: la ley de la vagancia.
Por esta ley, por no ser propietario, - ¿Cómo serlo si la “justicia” le robó la hacienda y le dispersó la familia? – debe ser “sirviente”, conchabarse a cualquier sueldo; pero él ama la libertad, es bravo… prefiere vivir huyendo. Para colmo, en una juerga, medio achispado, pelea y mata a un moreno; después, en una pulpería, provocado, pelea y mata a su provocador. La “partida” le pisa los talones. Y a esta altura de su vida es cuando se retrata en los de su clase:

El anda siempre huyendo,
Siempre pobre y perseguido,
No tiene cueva ni nido
Como si juera maldito
Porque el ser gaucho… ¡barajo!:
El ser gaucho es un delito.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Su casa es el pajonal,
Su guarida es el desierto;
Y si de hambre, medio muerto,
Le echa el lazo a algún mamón,
Lo persiguen como a “plaito”
Porque es un gaucho ladrón.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El nada gana en la paz
Y es el primero en la guerra,
No le perdonan si yerra
- que no saben perdonar –
Porque el gaucho en esta tierra
Sólo sirve pa votar.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Para él son los calabozos,
Para él las duras prisiones
En mi boca no hay razones
Aunque la razón le sobre,
Que son campanas de palo
Las razones de los pobres.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
S uno aguanta es gaucho bruto,
Si no aguanta es gaucho malo
¡Déle azote, déle palo
Porque es lo que él necesita!
De todo el que nació gaucho
Ésta es la suerte maldita.

Pero el comprobar que toda una organización social está contra él, exponente de una clase vejada, no acobarda al rebelde, que se dice, másculo:

Vamos suerte, vamos juntos
Dende que juntos nacimos,
Y ya que juntos vivimos
Sin podernos dividir…
¡Yo abriré con mi cuchillo
El camino pa seguir!

Y pronto su suerte le da ocasión para realizar lo que se propuso. La “partida”, una alborada, lo alcanza. El es un gaucho matrero, un vago sin familia ni rancho. La justicia no averigua porqué este hombre, buen padre, buen marido, trabajador y manso hasta ayer; hoy es un delincuente. Mató, come de lo que arrebaña, no tiene papeleta de “sirviente”. Y se le van encima los policías mal armados y flojos. Es una jauría de canes domésticos que acosa a un flaco jaguar salvaje. Pero éste los pelea, decidido. Como belleza, nada puede halarse que tenga más color y movimiento que el relato de esta lucha de un varón frente a unos cuantos muñecos uniformados.
De pronto, el gaucho Cruz que venía como sargento, siente una corazonada y se pone junto al acosado. Entre los dos corren a la partida. Después, Cruz narra su existencia: otra vida de gaucho desgraciado, víctima de la injusticia de un malón que le robara la mujer. El también, empujado por la desdicha, ha peleado y ha muerto y ha debido andar huyendo como vago; él también reflexiona, melancólico, acerca de la suerte de los pobres y de la codicia de los que mandan:

De los males que sufrimos
Hablan mucho los puebleros,
Pero hacen como los teros
Para esconder sus niditos:
En un lao pegan los gritos
Y en otro tienen los güevos.

Y se hacen los que no aciertan
A dar con la coyuntura,
Mientras al gaucho lo apura
Con rigor la autoridá,
Ellos a la enfermedá
Le están errando la cura.

Pero Cruz, no tan desamparado como Fierro, halló quien lo “compusiera” con el juez:

Ansí estuve en la partida
Pero, ¿qué había de mandar?,
Anoche, al irlo a tomar,
Vide buena coyuntura…
¡A mi no me gusta andar
Con la lata a la cintura!

Y los dos amigos deciden cruzar la frontera, irse a vivir entre los salvajes, tal vez menos injustos que los cristianos.

***

En la segunda parte, La Vuelta de Martín Fierro”, narra éste su vida entre los indios, la muerte de Cruz, víctima de una peste de viruelas, y por fin cómo salvó a una cautiva, después de matar en duelo a su torturador, un indio pampa. Esto lo obliga a huir de las tolderías, otra vez a las poblaciones de los civilizados.
Pasan años.
Y aquí está nuevamente el cantor guerrero, en una pulpería, narrando sus aventuras, cuando encuentra a sus dos hijos y a Picardía, el hijo de Cruz. Y como los hijos de Fierro son también cantores y también han padecido, narran a su vez sus vidas: Huérfanos, desde niños han andado como bola sin manija, recibiendo cachetadas a merced de su desventura. El uno, acusado de robo, fue a parar a la cárcel; el otro hereda a una tía y a la muerte de ésta es robado por un juez que le nombra de tutor a Vizcacha, viejo ladino, flor de la literatura picaresca, con el que vive de achuras, merodeando y recibiendo los más sabrosos consejos. Muere Vizcacha y el muchacho se encuentra otra vez en el ancho mundo, soportando mil penurias. Picardía, el hijo de Cruz, ha sido jugador fullero, la ley ha caído sobre él y lo ha llevado en un contingente, a un fortín. El, como Fierro en la primera parte, narra y amplía los padecimientos e injusticias que el soldado debe pasar, siempre en peligro de un malón, sin paga, hambreado; y él, como Fierro, como Cruz, como los hijos de aquél, se explaya en hondas, amargas, terribles reflexiones acerca de la condición de los hombres de su clase:

Y saco así en conclusión
En medio de mi inorancia,
Que aquí, el nacer en estancia
Es como una maldición.

***

Y digo aunque no me encuadre
Decir lo que naides dijo:
La Provincia es una madre
Que no defiende a sus hijos.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Mueren en alguna loma
En defensa de la ley,
O andan lo mismo que el buey
Arando para que otros coma.

***

He de decir así mismo
Porque de adentro me brota,
Que no tiene patriotismo
Quien no cuida al compatriota.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Tiene uno que soportar
El tratamiento más vil:
A palos en lo civil
Y a sable en lo militar.

***

Y es necesario aguantar
El rigor de su destino,
¡El gaucho no es argentino
Sino pa hacerlo matar!

Por fin, después de la payada entre Fierro y un moreno, página de tan singular belleza e ingenio que no tiene par sino en los diálogos de Sancho y Quijote; el protagonista, como cuadra a un viejo, aconseja a sus hijos y a Picardía. Luego se dispersan a los cuatro vientos, a rodar como lo habían hecho hasta entonces.
Termina el libro con algunas reflexiones del autor sobre su más querido tema, el que fue la obsesión de su vida: la triste suerte del pobre, del gaucho. El espera que algún día tendrá fin la injusticia que lo aflige, que el paria tendrá derechos y recibirá instrucción; pero también dice, omnisapiente, sabiduría de la castigada experiencia, que para que termine o mejore todo aquello:

Pero se ha de recordar
Para hacer bien el trabajo,
Que el fuego pa calentar
Debe ir siempre por abajo.

El historiador de nuestra literatura, Ricardo Rojas, interpreta esta sentencia como que encarece – son sus palabras – “las reformas democráticas que benefician a las clases populares.” Creo que ella tiene raíz más honda y que, traducidos esos versos a una llana prosa sin tropos, intuyen esto:
“La emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”.

***
Ya en algunos episodios del poema, aparece el gringo, ente exótico para el gaucho y con el que entrará en conflicto dado que uno y otro le dan sentidos diversos a la vida. Este hecho será ampliado más tarde por otros escritores, y dará nacimiento a Cocoliche, personaje entre bufón y cándido, y a Sardetti, mercader codicioso y sin escrúpulos. Los sarcasmos que después oiremos en boca del viejo Cantalicio, el personaje de Florencio Sánchez, que, en “La Gringa” enfrentó al tema con espíritu renovador y fecundo, ya los escuchamos en el canto de Martín Fierro:

Yo no sé porqué el gobierno
Nos manda aquí a la frontera
Gringada que ni siquiera
Se sabe atracar a un pingo…
¡Si creerá al mandar un gringo
Que nos manda alguna fiera!

Es la eterna lucha de clases en algunos de sus aspectos: el choque de nacionalidades o el choque de razas o el choque de generaciones, o el choque de lo urbano y lo campesino, formas que ocultan y distraen energías para la resolución del problema central. Y por esto, estimuladas por los poderosos.

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Menéndez y Pelayo, reconociendo que esa “peculiar literatura gauchesca ha producido las obras más originales de la literatura americana”; reprocha al Martín Fierro que “quizá el pensamiento de reforma social resulte en el poema de Hernández más visible de lo que convendría a la pureza de la impresión estética”… Son sus palabras.
El mismo reproche podría hacerse, si se examina bien, a las más grandes obras literarias. Lo social, más aun, lo político y en lo que éste tiene de anecdótico inmediato; se halla en La Ilíada de Homero, en las comedias de Aristófanes, en los dramas de Esquilo y Eurípides, en las sátiras de Juvenal, en los poemas de Dante y Milton, en El Quijote de Cervantes, en los dramas de Schiller, en los poemas de Whittier y Russell Lowell - antiesclavistas norteamericanos -, en los poemas de Tobías Barreto y Antonio Castro Alves – antiesclavistas de Brasil -, en las Briznas de Hierba de Walt Whitman, en el Canto a Roosevelt y otras poesías latinoamericanizantes de Rubén Darío.
Los conflictos por cuyas ideologías estas obras de arte bregaban, ya se han atenuado, y de ellas ahora se percibe sólo lo que tienen de humano eterno, no de circunstancial político.
La clase social que ha llegado a imponer una organización civil de acuerdo a sus intereses, olvida que para llegar a esa situación de privilegio, fue combativa, y que se sirvió del arte combativo tanto como de las armas. Quiere paz, y la estética, en el campo del arte, le proporciona útiles teorías para justificar ese anhelo que no es, precisamente, un anhelo superior, sino egoísta: Para esas clases, paz es sinónimo de goce. La burguesía desaloja al feudalismo y, ya en el gobierno, niega al arte conductor de ideas, porque estas ideas perturban su paz, su goce. Los estetas como Menéndez y Pelayo, por citar solo un nombre respetable, suma de erudición y buen gusto, a veces de intuición asombrosa hacia lo americano por su comprensiva justeza de juicio, los estetas admiradores del Poema del Cid o de Los Sueños de Quevedo; parecen olvidar de pronto, que estas obras de arte están rebozando de ideas, de intención crítica, y a las nuevas obras, como el Martín Fierro, a su vez rebosantes de ideas y de intención proletarias, les reprochan que no sean impasibles.
Críticos de la primera hora – y aún de las siguientes – se obstinan en querer que el Martín Fierro sea una obra literaria y pretenden que ella valga sólo por su belleza .Pero en el Martín Fierro, como en toda obra de arte fundamental, la belleza está en la expresión. Su valor esencial se halla en la intención polémica que lo anima desde la primera a la última estrofa. Martín Fierro no es sólo la obra de un poeta para quien el lenguaje metafórico es su forma más natural de expresión.
Es la obra de un combatiente.
José Hernández luchó toda su vida: joven, contra los indios, después, con su pluma de periodista o con su sable de montonero, contra la imposición dictatorial de los gobiernos de Buenos Aires, o con su vozarrón valiente en los comités y en la legislatura. ¿Cómo no había de combatir también cuando trocaba su pluma de publicista, por la de poeta, se dio a escribir, primero por instinto y después por maduración, los versos que expresasen los padecimientos del gaucho?
Efectivamente, en la segunda parte, el “pensamiento de reforma social” es, como apunta Menéndez y Pelayo, “más visible”. Ahora, el poeta revolucionario, trabaja concientemente, seguro de la eficacia de su obra, afirmado en lo importante de su misión. Sabe que se le va a oír y levanta la voz indignada, y la hunde como un facón, hasta el mango, en la carne de una organización social injusta:

Yo digo lo que conviene
Y el que en tal güeya se planta,
¡Debe cantar cuando canta
Con toda la voz que tiene!

No va a andar con vacilaciones ni con atenuaciones, este hombre -¡todo un hombre! – que no canta por cantar ni por divertir, sino porque su vocación de luchador, imperante, así se lo impone.
Él, José Hernández, ¿qué es al fin? Como todo gran poeta es la voz, el instrumento por el cual se expresa una colectividad. Es un instrumento bien templado: Su gran alma, su claro talento, su existencia sufrida, hombre valiente y sincero, observador y estudioso; son factores que lo han preparado admirablemente para ser esto: La voz personal que recoge una creación colectiva y la transforma en obra de arte. El milagro de la epopeya:

Y aquí me despido yo
Que he relatado a mi modo
Males que conocen todos
Pero que naides cantó.

Y esto explica el éxito, la rápida y asombrosa popularidad de su libro. En un país y en una época en que leer era un lujo de minoría, su libro se vende por miles, las ediciones se suceden a tal punto que va por la número once cuando aparece la segunda parte. Todas se agotan rápidamente, las legales y las clandestinas. Gente de ciudad y de campo, no hay quien deje de leer este poema. Los pulperos, entre sus artículos de diaria necesidad, yerba o azúcar, fideos o sardinas, piden a sus abastecedores veinte “idas” o quince “vueltas”. ¡Caso único!: se crea el tipo de lector que en las pulperías o en las estancias, rodeado de mujeres, hombres y niños; lee el poema en medio de los comentarios entusiastas de los oyentes. También se crea el tipo del rapsoda, el que va de pueblo en pueblo y de chacra en estancia y de almacén de suburbio a pulpería de campo, recitando pasajes del celebrado poema. De esto vive, que nadie le niega su moneda ni falta quien le invite con una copa o una comida. Y no sólo en la pampeana provincia de Buenos Aires, escenario del libro, sino en el Uruguay, y junto a las márgenes del Paraná, por los bosques de Corrientes o las serranías del mediterráneo y de Cuyo. El pueblo se ve reflejado y se oye hablar en ese libro. Lo siente cosa suya. T no sólo el pueblo de ayer, el gaucho, sino el de hoy. El éxito editorial y la popularidad del Martín Fierro parecen inextinguibles. Las ediciones, tanto de lujo, comentadas filológicamente, como las populares, se suceden y se agotan. Ya lo presintió el propio Hernández con su clarividencia:

Lo que pinta este pincel
Ni el tiempo lo ha de borrar,
Ninguno se ha de animar
A corregirme la plana;
No pinta quien tiene gana
Sino quien sabe pintar.

Fue él, gran artista, la voz brotada de la conciencia pública, para dejar inmortalizado el poema de una clase sacrificada por el doloroso destino que a los humildes subyuga. Por ese destino que, como hecho por unos hombres, otros hombres deberán corregir.

Buenos Aires, 1940.

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