El juego de la copa
María Brandán Aráoz
Fue Laura la que propuso el juego de la copa. Insistía en que la chacra de “Las Palmas” era el mejor lugar para una experiencia como esa. Desde hacía una semana, tenía escondido en el ropero el círculo de cartón con las letras pintadas en colorado y esperaba con ansiedad la noche de aquel sábado.
Laura lo había planeado todo hasta en sus mismos detalles. Ese viernes los padres viajaban a Entre Ríos y ellas pasarían el fin de semana solas en la casa grande. Los caseros, en su chalet del fondo, no se enterarían de nada.
Y su hermana Inés aceptó.
El sábado por la tarde llegaban los primos Usandivaras de visita, y de a caballo, desde el campito vecino. Carlos sería más fácil de convencer porque siempre se prendía en todas: jugar a las escondidas de noche, en el bañado, nadar en la pileta a las cuatro de la mañana cuando los grandes dormían y salir en el tractor a escondidas del capataz. Además, las películas y los libros de terror le fascinaban. El problema era Clara, siempre tenía miedo y quería suspender los juegos apenas las papas quemaban. Aunque los Usandi, por llevarse once meses, eran como esos mellizos que nunca se separan, y Laura terminó de convencer a su hermana Inés: Clara seguiría a Carlos si él aceptaba.
Ella por ser la de la idea, fue la encargada de proponérsela a sus primos. Inés, dócil como de costumbre, escuchaba.
-¿El juego de la copa? ¿Y eso qué es? –preguntó inquieta Clara.
-¡No me digas que nunca probaste! –fanfarroneó Laura- ¡Si es un juego de lo más conocido! Nos sentamos los cuatro en el comedor a oscuras, alrededor de una mesa. En el centro ponemos un redondel de cartón con letras escritas, un candelabro con una vela encendida y una copa hacia abajo. Entonces, cada uno apoya su dedo sobre la copa y convocamos a un espíritu. Cuando él nos hable, la copa se va a ir moviendo de letra en letra hasta formar palabras.
-Mejor no saber el nombre del espíritu que va a venir –se entusiasmó Carlos-, que él se comunique con nosotros y nos deje su mensaje.
-También podemos hacerle preguntas –dijo Inés para no quedarse atrás-. Y él te contesta.
Clara en cambio parecía asustada.
-Me parece un juego tonto y peligroso.
-Sobre todo peligroso ¿no? Tenés catorce años, ¿cuando vas a dejar de tenerle miedo a todo como si fueras una bebita?
-¡Basta Laura, no la pelees! –terció Carlos, molesto al ver que su prima se burlaba de su hermana.
Pero era tarde, la púa de Laura había surtido efecto. Clara se incorporó en su silla y, con los ojos brillosos de rabia, aceptó el desafío. Si su hermano Carlos participaba, dijo, ella no iba a ser una aguafiestas y hasta amenazó a Laura: “¡Cuidado con volver a decirme bebita!”
Esa noche, después de comer, comenzaron los preparativos. Para tranquilizar a sus padres (que no aprobaban el regreso a caballo de noche), Carlos se comunicó con ellos por la radio del capataz y avisó que se quedaban a dormir en la chacra de sus primas.
A las doce en punto, todo estaba listo para la sesión: los chicos sentados alrededor de la mesa, el cartón de letras en el centro y la copa abajo con los cuatro dedos apoyados sobre su base. A excepción de la luz de la vela, la oscuridad era total. Habían cerrado todas las ventanas y corrido las cortinas para que ni siquiera el tenue reflejo de la luna, en cuarto creciente, entrara en el comedor.
Estuvieron a oscuras, con los dedos transpirando el cristal de la copa, un largo rato. Laura cada tanto preguntaba.
-Si estás entre nosotros, espíritu, danos tu señal.
Pero nada sucedía, a excepción del rumor del viento, el golpetear de alguna celosía mal cerrada o el canto lejano de los grillos.
Ya tenían los dedos pegotes y los ojos llorosos de fijarlos en la llama danzante de la vela, cuando Laura lanzó en voz alta su ultimátum.
-Si entraste en este cuarto, danos una señal. O nos iremos.
Y entonces la ventana se abrió de par en par y una ráfaga de viento apagó la vela. Clara clavó los dedos en la pierna de su hermano Carlos y gritó. Laura, incapaz de detenerse preguntó:
-¿Quién eres? ¿Cuál es tu nombre?
Ahora la copa se movía entre las letras, sin tocar vocales y sin hacer pausas, en forma tan confusa que resultaba difícil seguirla y descifrar el mensaje. Por fin se detuvo y ya no se movió. Entonces Carlos volvió a encender la vela mientras Inés luchaba con las infladas cortinas tratando de cerrar la ventana. Otra vez se sentaron y otra vez Laura insistió con sus preguntas.
-¿Eres un espíritu bueno?
La copa rozó dos letras. La respuesta fu NO.
-Eres malo entonces. ¿Cómo te llamas? ¿Satanás?
Clara empezó a sollozar.
-Basta Laura, dejemos este juego, por favor.
Su prima la chistó con mirada burlona.
-¿Quién eres? –volvió a preguntar- ¿Acaso tienes miedo de contestarme?
La copa empezó a moverse en círculos, rozando las letras sin hacer pausas. Les costaba seguirla hasta que se detuvo en las dos última: JA, JA.
-¿Quién se está haciendo el gracioso? –increpó Laura.
-Esto se pone feo, ¿qué hacemos?, ¿seguimos o paramos? –preguntó Inés un poco nerviosa.
-Date por vencida. Tu espíritu te carga, no quiere contestar –dijo Carlos.
Pero Laura estaba fuera de sí, los labios apretados, los ojos fijos en cartón.
-¡Cállense! –gritó-. ¿No se dan cuenta? Tenemos que hacerlo hablar –y con voz entrecortada siguió su interrogatorio-: ¿A qué has venido? ¿A llevarte a alguien? ¿A quién?
Durante algunos minutos todos estuvieron pendientes de aquel redondel de cristal, de cada letra dibujada en el círculo. La luz de la vela deformaba las caras ansiosas de los cuatro en la semioscuridad. Laura insistía con su pregunta sin obtener respuesta. De pronto, ya en el límite de su paciencia, como si hubiera enloquecido, empezó a gritar:
-¡Contesta, maldito! ¡Contesta!
Y la copa giró en redondo y fue a detenerse en la primera letra y en la siguiente, el tiempo justo para que cada palabra pudiera ser deletreada por todos: “LAURA VA A MORIR”.
Clara empezó a sollozar. Carlos se paró de golpe, estrelló la copa contra el piso y rompió en cuatro pedazos el circulo de cartón. Inés vociferó sin control:
-¡Fuera de acá, maldito! ¡No vas a tocar a mi hermana! ¡No te atrevas a tocar a mi hermana!
Laura quedó paralizada, con los ojos muy abiertos y una mueca de horror en su cara pecosa.
Carlos fue a prender las luces. Inés trató de abrazar a su hermana pero la encontró tan helada y quieta que se asustó.
-Laura ¿qué te pasa? ¡Reaccioná!
La abanicaron, pusieron más leños en la estufa y la acostaron en un sillón cerca del fuego. De a poco Laura fue volviendo a la realidad. Después empezó a mirarlos a todos, como si hubiera visto algo que no comprendiera bien, hasta que detuvo los ojos sorprendidos en Clara.
-Fuiste vos, ¿no es cierto? ¿Querías vengarte porque te traté de miedosa?
Clara miró a su hermano Carlos con desesperación.
-Se volvió loca. ¿Cómo puede pensar una cosa así?
Laura saltó sobre su prima y le clavó las manos en el pecho sacudiéndola por el suéter con odio.
-Perversa, perversa, me quisiste matar –y lloraba, presa de una crisis histérica.
Carlos e Inés fueron a socorrer a Clara y, tras largos forcejeos, consiguieron que la soltara. Laura se derrumbó del todo. Balbuceaba palabras sin sentido y el cuerpo se le retorcía en estremecimientos. Inés trató de consolarla; le acarició el pelo y le habló como a una bebita. Hasta la propia Clara se conmovió y, con sus palabras más cariñosas, le explicó que ella no había movido intencionalmente la copa, que nunca sería capaz de hacerle algo así. Carlos, en cambio, estaba enfurecido. Anunció que se iba a dormir y ordenó a su hermana que fuera a acostarse enseguida porque ensillarían los caballos apenas amaneciera. Inés, tratando de calmar los ánimos, propuso que rezaran un rosario y corrió a buscarlo a su cuarto.
Laura empezó a serenarse.
Costó convencerlo, pero al fin Carlos accedió, y los cuatro primos, arrepentidos del endemoniado juego, se unieron en ese acto de recogimiento y paz.
A las dos de la mañana, Clara seguía despierta. Las palabras anteriores rebotaban en su cabeza y volvían a su conciencia aunque intentara taparlas con el murmullo de sus oraciones. Sentía que el espíritu maligno estaba cerca, al acecho, que en cualquier descuido trataría de apoderarse de la vida de su prima.
Se culpaba a sí misma por haber consentido en participar en ese absurdo juego de la copa. Si ella se hubiera negado, Carlos habría terminado por convencer a Laura y a Inés para que abandonaran la macabra idea.
Era inútil, Clara no podía dormir. Tenía las letras escritas en su mente y la palabra MUERTE la perseguía cada vez que intentaba cerrar los ojos. Entonces, con el rosario en la mano, trataba de rezar, y al menor crujido, golpe, o rumor, su corazón empezaba a latir desenfrenado, y ella a mirar hacia la puerta esperando ver pasar al espíritu maligno que esa noche había amenazado a Laura.
La casona de campo tenía tantos cuartos, recovecos, pasillos y despensas que, en su terror, trató de imaginar en cuál de ellos podía ocultarse el maldito. También imaginó que podía espiarlos a través de las paredes y que sin duda esperaba hasta que todos se durmieran para hacer su aparición.
A las cuatro de la mañana, Clara sintió la urgente necesidad de ir al baño. Esperó unos minutos, confiando en que las ganas pasarían o en poder aguantarlas hasta que amaneciera. Pero no fue así. Media hora después comprendió que tenía dos alternativas: ir al baño o hacerse pis en la cama, igual que una bebita. Quizá Laura había tenido razón y ella era una inmadura y una cobarde. En cambio su prima, la propia amenazada, probablemente ya estaría dormida y repuesta del susto.
Con su lámpara de kerosene, Clara fue alumbrando el camino a medida que avanzaba. Para llegar al baño más próximo, debía atravesar parte del living y un pasillo que daba a la despensa. Sólo el cuarto de sus tíos tenía comunicación directa con un baño y con otra puerta que daba al exterior. En ausencia de ellos, todo el sector se cerraba con llave. Clara caminó despacio, arrastrando sus chinelas con la esperanza de que su hermano o alguna de sus primas se despertara al oír sus pasos. Al menos así compartiría con alguien sus temores. En ese momento volvió a sentir una puntada de arrepentimiento por haber cedido al desafío de su prima. Y todo por culpa de aquel estúpido juego. La furia le dio valor y casi sin darse cuenta llegó hasta el baño.
Clara estaba a punto de salir, cuando oyó el estruendo de una explosión. El ruido venía de lejos. Se asomó a la ventana del baño y alcanzó a ver el horizonte iluminado por un resplandor anaranjado. Pensó en la Central Atómica de Atucha, ¿y si hubiera estallado? Después, segura de que el estruendo habría despertado a las primas, fue hacia su cuarto para compartir con ellas sus temores.
Inés y Laura no estaban en sus camas. Instintivamente, Clara abrió las persianas y observó que las llamas del incendio avanzaban desde la isla de enfrente.
Carlos tampoco estaba en su cuarto. Desesperada, Clara abrió la puerta principal y ya iba en busca de los caseros, cuando desde el jardín vio llegar a sus primos, despeinados y con las camperas puestas sobre sus pijamas. Laura no venía con ellos.
-Me desperté con la explosión y, como no estabas en tu cama, fui a buscarte al cuarto de las chicas –le explicó Carlos.
-Yo también me asusté con el ruido. Parece un incendio importante –comentó Inés-. ¿Y Laura?
-No sé, creí que estaba con ustedes –dijo Clara, alarmada.
-Y nosotros pensamos que estaría con vos –contestaron ellos, casi al unísono.
Buscaron a Laura en cada metro del jardín. Rastrearon todo el terreno, hasta la tranquera, con una linterna. Primero los tres juntos, luego cada uno por separado. Al amanecer, el resplandor de las llamas fue reemplazado por un humo cada vez más blanco. Y Laura seguía sin aparecer. Carlos, seguro de que su prima había ideado una nueva broma de mal gusto, propuso irse a la cama. Pero Inés y Clara, muy asustadas, decidieron avisar a los caseros.
Golpearon insistentemente en la puerta del chalet. Nadie respondía. De repente Inés tuvo la idea.
-Ellos parten de madrugada a la guachera, a alimentar a los terneros destetados. Quizá Laura tuvo miedo anoche y se le ocurrió acompañarlos. ¿qué otra cosa pudo haber pasado si no?
-¿Vos no creés en la amenaza de muerte, entonces?
-Vamos Clara, ¿no me digas que te tomaste en serio lo que pasó en el juego de la copa? Te apuesto cualquier cosa que mañana a las diez encontramos a Laura en la misa del pueblo. Ahora tratemos de dormir un rato. ¡Me caigo de sueño!
Al día siguiente, a las diez y cuarto, los tres primos llegaron a la capilla del pueblo de Lima, pedaleando a toda marcha en sus bicicletas. Apurados porque era tarde, y el padre Marcos solía ser muy puntual en la celebración de la misa de la mañana. Y, aunque no hablaban del asunto, apurados porque a los tres los inquietaba no tener noticias de Laura.
Apenas entraron, Clara advirtió que pasaba algo raro. Había más personas que de costumbre, todas paradas, y hasta los últimos bancos, a esa hora generalmente vacíos, estaban repletos.
Cuando por fin encontraron lugar, y los que estaban parados se sentaron, Clara fue la primera en ver el ataúd. En sus oídos resonó la voz conmovida del padre Marcos.
-Oremos todos por la vida eterna de nuestra hermana Laura, fallecida trágicamente anoche en el incendio de la isla. Te pedimos Señor...
No pudo oír más porque cayó de rodillas, aturdida por el espanto. Pero alcanzó a ver a Inés, seguida de Carlos; iban los dos hacia el altar, abriéndose paso a los empujones entre la gente que se apiñaba a los costados. También los vio aproximarse al cajón. Y volver los dos juntos; Inés llorando, Carlos con la palidez de un muerto.
Otra vez se oyó la voz del Sacerdote.
-También te pedimos Señor por los que hoy sufren para que encuentren en Ti el consuelo que tanto necesitan. Por los hijos y nietos de nuestra hermana Laura...
Casi al mismo tiempo, una voz cariñosa le susurraba al oído:
-Calmate, soy Laura. No sabés anoche... ¿Vieron el incendio?
Del libro “La sortija y otros cuentos de terror”
de Editorial
sPublicado con autorización de
su autora: María Brandán Aráoz
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3 comentarios:
Eso me recuerda que Chesterton, antes de su conversión al catolicismo, jugaba con estas cosas de los espíritus. Y tuvo claro dos cosas: lo que se cuenta en ese cuento es real. PASA. Y el diablo juega al engaño, como lo hace en ese cuento. Y desde su sentido común -aplastante, como su peso- se dijo que si ese espíritu hacía lo que hacía ¿Dios? Y llegó a la conclusión de que había que dejar de invocar a los diablos... y se acercó un poco más a Dios.
Afirmar y cultivar el culto a Satán, que es una criatura, es afirmar que es más seguro cultivar la amistad del Creador.
Curiosamente ese fue uno de los hitos que le prepararon para creer.
Pero es que él tenía sentido común.
frid
que es esto un cuento para dormir?
porfavor e visto cosas en el baño mas aterradoras que eso
ese suento esta demaciadooo largo que si me pongo a leerlo en mi cumpleaños 16 lo termino de leer en mi cumpleaños 50
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