Vargas Llosa / Premio Nobel
Un verdadero caballero de las letras
Juan Cruz
Para LA NACION
Domingo 10 de octubre de 2010 |
Hay muchas cosas que no soporto cuando se trata de Mario Vargas Llosa; entre ellas están que a su libro Conversación en La Catedral se lo llame "Conversaciones en la catedral", en plural y con esas minúsculas, y que sigan cayendo sobre él las legañas de los tópicos.
Lo de "Conversaciones en la catedral" parece que no tiene remedio, pero las legañas de los tópicos es posible que se vaya diluyendo. Ojalá.
De eso, de las legañas, hablaremos más tarde. Ahora permítanme que me acoja a las páginas de LA NACION, en las que Mario dicta su magisterio quincenalmente, para hacer una breve excursión por nuestra autobiografía editorial.
Se justifica aquí esa excursión puesto que fue gracias a Argentina, precisamente, que nació la relación de Vargas Llosa con la editorial a la que estuve ligado (y a la que sigo ligado por los sentimientos de la memoria), la editorial Alfaguara.
En aquel entonces, en torno a 1993, Vargas Llosa publicaba en otra editorial española y había hecho, por motivos no relacionados con sus libros, un viaje largo por Argentina. Al regreso me convocó al hotel en el que solía alojarse en Madrid, el Hotel Palace. Ese era el hotel de Octavio Paz y de Carlos Fuentes, y de Philip Roth, por cierto, y fue también el hotel favorito de Susan Sontag. Pues ahí se quedaba el autor de La ciudad y los perros .
Yo no podía intuir entonces la razón de la convocatoria, pues Mario solía llamar a sus amigos para "chismiar", como dice él, sin otro motivo que el de prolongar la amistad, permanentemente renovada por él y por su mujer, Patricia, sobre las bases de una lealtad que siempre me ha resultado emocionante.
Lo que quería en ese momento Mario Vargas Llosa era comunicarme que no le importaría iniciar negociaciones para que toda su obra viniera a parar a la editorial que yo representaba en España. Claro, yo me había hecho lector, como tantos, leyendo los libros de Mario; era desde muy joven un maestro que hacía edificios tan impresionantes como aquellos dos libros que llevo citados, y además era el autor de La casa verde , y de La guerra del fin del mundo .
Ante una propuesta así un joven editor (entonces, todavía joven editor, y además editor primerizo) tiene que echarse a temblar. Y eso hice. Pero quise saber por qué había tomado esa decisión que nos honraba tanto.
Mario Vargas Llosa, lo supe cuando ya fui su editor, no es un maniático que persiga estanterías o escaparates para comprobar que están o cómo están sus libros. Pero sí tiene una razonable preocupación por la difusión de su obra, a lo que añade -esta vez sí- una maniática pero saludable obsesión por evitar las erratas, tanto en sus libros como en sus columnas, que revisa y escudriña como si por una errata le fueran a cortar la mano o la yugular.
Y entonces Vargas Llosa estaba francamente encantado con algo que había vivido en Argentina y que tenía que ver con Alfaguara. Había estado en Mendoza, en Córdoba, en Rosario, y también en Buenos Aires, y en todas partes había visto que nuestros libros estaban muy bien distribuidos. A él eso le sedujo; pensó que él tenía que estar en una editorial que tuviera esa potencia de distribución y que fuera capaz de llegar a los lugares más recónditos llevando esa mercancía, los libros, que son la sal de su vida.
Su decisión estaba hablada por él con Carmen Balcells, y nos tocaba a nosotros mover ficha, empezar esa negociación que ya no era sólo de intenciones sino que debía sustanciarse en ofertas siempre complicadísimas en el mundo de los primeros escarceos editoriales.
Fue difícil porque estas cosas no se hacen sólo con la voluntad sino con los contratos, pero fue fácil, porque Mario Vargas Llosa ya había mostrado su interés en tener con nosotros "un matrimonio largo y fructífero". Lo ha sido; comenzó entonces. Recuerdo a la gran Carmen Balcells echada en su enorme cama del Hotel Palace estudiando números y estableciendo condiciones que al final se plasmaron, con los más y los menos habituales en este tipo de contratos, en un contrato que puso negro sobre blanco los deseos de Mario y nuestras propias obligaciones como editores de toda su obra.
Luego esa relación ha sido muy fructífera. En efecto, hemos publicado los nuevos libros, hemos reeditado los antiguos y hemos vivido la experiencia de editar a un verdadero caballero de las letras, a un hombre sencillo y cabal que vive gracias a la literatura pero que no te tira la literatura por la cabeza para que te enteres de su valía.
Esa experiencia española ha sido igual con las casas de Alfaguara en el resto del mundo de habla española; desde que entra un libro suyo en la editorial, y una vez que los contratos pasan el tamiz de la Balcells, Vargas Llosa se convierte en un compañero más en las tareas de edición; con los de arriba y con los de abajo, y con los del medio, es deferente y sencillo; sus exigencias son sensatas, como lo es él mismo, y en sus consideraciones sobre nuestro trabajo (y ahora sobre el trabajo de los que siguen siendo sus editores) domina más la pregunta, la duda, que la arbitrariedad.
Así que trabajar con él, igual que la amistad con él, es una extraordinaria experiencia.
Y ahí es donde quisiera referirme a las legañas del tópico de las que les hablaba al principio. El día en que a Vargas Llosa le concedieron el Nobel en Estocolmo estaba en Madrid el director de cine Oliver Stone, probablemente también en el Hotel Palace, para presentar en España su última película. Como se acababa de producir el veredicto de la Academia Sueca, un periodista le preguntó al cineasta su opinión sobre Mario Vargas Llosa. Stone dejó caer su piedra: es un escritor cuya obra no interesa a nadie. A partir de ahí, el autor de Wall Street se despachó con los tópicos que ya constituyen una legaña en torno a la figura de Mario Vargas Llosa: conservador, arrogante...
Claro, Oliver Stone no necesita leer los libros de Mario Vargas Llosa, desde La fiesta del Chivo a La guerra del fin del mundo y a esta última novela que sale ahora, El sueño del celta , para percibir lo contrario de lo que cree. Le basta con lo que sabe para explicar su retahíla de tópicos, como les basta a muchísimos ninguneadores del escritor peruano referirse a las posturas económicas liberales de Mario Vargas Llosa para justificar ese reguero de lugares comunes a su alrededor.
Como si Mario Vargas Llosa no tuviera derecho a mantener, o a rectificar, sus propias opiniones, y a escribir sin que esas opiniones o actitudes públicas tuvieran que interferir necesariamente en la producción literaria que lo ha hecho merecedor de este premio y de tanta consideración como la que lo rodea en todos los países en los que su obra es conocida.
Le pregunté a Vargas Llosa, cuando se conoció lo que la Academia Sueca decía para justificar el premio, si esa arrojada frase ("Por sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota") iba a enmudecer a sus críticos, y no tanto a sus críticos, sino a aquellos dispuestos a seguir lanzando contra él las invectivas legañosas de los tópicos. El rió y luego dijo: "El que ha enmudecido soy yo. Y no creo que esos críticos que usan los tópicos contra mí enmudezcan nunca". Y volvió a reír.
Ninguno de los dos podía presumir que justo en ese mismo momento, alimentado por las legañas que han distorsionado la figura de Mario Vargas Llosa, Oliver Stone estaba tirando la piedra de una nueva estupidez. En fin, allá él con sus películas.
Lo que yo quería decir es que quizá ese juicio de la Academia Sueca, además de la lectura serena y honda de la obra imprescindible de Vargas Llosa, puede hacer que los que aún no se han acercado a sus libros disfruten de una de las literaturas más sólidas, exigentes y estimulantes que haya dado el universo de la imaginación en el siglo XX (y en el XXI).
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