lunes, 5 de abril de 2010

El extranjero.- Albert Camus

GRAMMA Virtual
Publicación de la Facultad de Filosofía, Historia y Letras de la Universidad del Salvador
Año I Nº 3 Febrero 2001

Meursault, extranjero de sí mismo

Alfredo Cremanti

Realizar una interpretación de la conducta de Meursault es una tarea compleja que puede llevarse a cabo desde diferentes perspectivas. Más allá de que Meursault fuera el seudónimo periodístico de Camus, o que el personaje viviera, como el autor, en una colonia francesa en África (pero con una visión propia de una persona educada según el sistema educacional francés), su proceder ha producido variadas interpretaciones que van desde el análisis filosófico hasta el psicoanalítico. Se ha hecho hincapié en el respeto que el protagonista tiene por la verdad, en tanto se refiere a sus sentimientos, en la conciencia que el personaje tiene del absurdo de la vida, en su alienación de la sociedad, en su individualismo a ultranza, en su indiferencia, en su postura de vivir desengañado, y hasta en su incapacidad de elaborar el duelo de su madre y sus mecanismos esquizoparanoides.

Frente a estas posibles interpretaciones, puede irse desarrollando una paralela, sin carácter excluyente. Esa es la tarea propuesta en el presente trabajo.

La obra comienza de la siguiente forma: «Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé».[1] Estas primeras frases ya sorprenden al lector. La ausencia manifiesta de sentimientos, la llaneza de la sintaxis, ayudan a producir un extrañamiento. La persona que ha recibido el telegrama es, por lo menos, un tanto peculiar. Por lo pronto, la novela tiene un narrador de primera persona, con lo cual el personaje se encuentra involucrado en lo que relata, o por lo menos así podría suponerse. Luego comenta la situación geográfica del asilo donde permanecía su madre, el pequeño diálogo con su patrón, el calor de la tarde, la charla con el director, con el portero, hasta el encuentro final con el féretro cerrado. En todas estas circunstancias Meursault hace muestra de una perfecta indiferencia, salvo en una ocasión. Durante el viaje no le brinda ningún pensamiento a su difunta madre; ante la inferencia del director («supongo que usted quiere ver a su madre»)[2] hay por respuesta un silencio. Pero cuando el portero se ofrece a abrir el cajón, el hijo le contesta con una negativa. cuando el portero pregunta por qué no desea verla, responde «no sé». Debemos suponer que el protagonista es sincero, y que desconoce la causa. Leo Pollmann da varias posibilidades de la causa de la negativa del extranjero a ver a su madre:

El sentimiento de que los muertos son algo que pertenecen ya a la tierra, el miedo a destruir la imagen que de su madre tenía ya, o incluso cierta consideración con el celador que claramente había olvidado abrir el féretro y vacilante y casi pidiendo excusa se había disculpado diciendo que era obligación suya hacerlo.[3]

A continuación, Pollmann considera que es inútil intentar conjeturar las posibles causas. No deja sin embargo de extrañar que no aparezca en la enumeración precedente la posibilidad más probable: Meursault no quiere ver realmente a su madre, no por un prurito hacia el celador o por salvaguardar la memoria de su madre (suposiciones harto improbables por el actuar de Meursault) sino todo lo contrario, no quiere verla, su ignorancia de la causa se debe a su rechazo a comunicarse con ella, a rememorarla. El féretro tapado evita una imagen que desencadenaría la memoria de Meursault de tiempos pasados, evita confrontar la ausencia de una comunicación que nunca hubo pero que con su muerte se torna definitiva; evita, en fin, arrojarse con plena conciencia a la angustia de la carencia afectiva. En su conversación con Salamano, el extranjero dice respecto a su madre: «por otra parte —agregué— hacía mucho tiempo que no tenía nada que decirme y que se aburría sola».[4] A nivel discursivo, la respuesta permite entrever una carencia que sobrepasa los límites de la palabra, ya que madre e hijo pueden comunicarse afectos de muchas otras formas. Pero desde este nivel de la palabra es que Meursault responde, es a la vez respuesta intelectual en tanto objetivación racional pero también mecanismo de encubrimiento de una ausencia profunda. Con la problemática de la escasez de dinero, aleja a su madre de la posibilidad de un encuentro que no habría de producirse. Y es desde este nivel racional que el hijo se defiende del sufrimiento. Volvamos al principio: «Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé». Y luego «pero no quiere decir nada».[5] Este predominio casi absoluto de lo intelectual sobre el espacio afectivo es un distanciamiento que a un mismo tiempo lo protege del sufrimiento y lo aliena. Meursault no es insensible a la muerte de su madre; por el contrario, su pérdida no hace sino recalcar la ausencia que siempre tuvo, ausencia irreparable y que prefiere no abordar. Su visión desinteresada de lo que sucede, del entierro, no es indiferencia, sino un engañarse a sí mismo a fuerza de imponer desde la razón una relativización de todas las cosas para aplastar casi definitivamente los afectos.

En Meursault se produce un cuerpo escindido, se rompe la integridad que lo constituye para realizar un extrañamiento de una de sus partes. Conviene, para clarificar el concepto, retomar un concepto popular entre los antiguos. Los griegos creían que el hombre pensaba con el diafragma y sentía con el corazón. Al protagonista pareciera ocurrirle algo parecido: piensa con la cabeza y siente con el corazón, o dicho de otra manera, siente desde el pecho en cuanto espacio corporal de los afectos. Uno podría preguntarse cuándo Meursault deja entrever semejante afectividad, si a primera vista se halla revestido de indiferencia. Leamos atentamente la respuesta que en la segunda parte le da a su abogado. Éste pregunta si el día del entierro sintió pena. El acusado: «respondí que había perdido un poco la costumbre de interrogarme y que me era difícil informarle. Sin duda quería mucho a mamá, pero eso no quería decir nada. Todos los seres normales habían deseado más o menos la muerte de aquellos a quienes amaban» (segunda parte, I). El afecto no es negado a la vez que lo es. Por una parte, lo reconoce, pero por otra, lo descalifica racionalmente: no quería decir nada. Luego, casi una ironía sofística que torna la respuesta inaceptable para el abogado defensor. La razón, o mejor dicho el método de razonamiento de Meursault, no deja espacio para la expresión natural de afecto. La razón no sólo descalifica a éste, sino que sirve de acceso a sus sentimientos: «había perdido la costumbre de interrogarme». Este cuestionarse, asumido como vía posible a los sentimientos, es falaz. De allí que más que acceso, resulte en realidad obturación, pero revestido de las connotaciones positivas de la razón.

Sin embargo, el impulso vital, afectivo, sigue su curso subterráneo, aunque relativizado racionalmente. Meursault no puede vivir sin afecto, pero no es capaz de tomar conciencia de ello. Su relación con Raimundo Sintès puede ser vista tanto desde el prisma de la indiferencia, como desde el prisma del engañarse de la razón. Ante la pregunta de Raimundo, si quería ser su camarada, el protagonista responde que le era indiferente, con lo cual aquél pareció quedar contento. Meursault ayuda a su vecino en dos ocasiones, testificando la infidelidad de la amante mora de Raimundo y escribiéndole la carta. Desde cierto ángulo podemos entender esas acciones como meras casualidades en el transcurso de una vida para la cual importa sólo el presente y que se despreocupa de las relaciones sociales y sus códigos morales. Desde otro, puede verse la trabazón mental del protagonista que necesita fingir indiferencia para acercarse al otro. Debe destacarse que Meursault recibe efectivamente afecto por parte de los otros. María le habla de casamiento, y Raimundo lo invita a comer a su casa y luego a la playa, a la casa de un amigo. Ambos testifican a favor de él en el juicio entablado en su contra. Meursault, en su presunta indiferencia, lejos de quedarse ensimismado en su habitación, logra relacionarse con los otros, si bien en forma ambigua, de lo cual es consciente. Leamos la descripción que hace de María en el locutorio de la cárcel: «observé todo rápidamente y avancé hacia María. Pegada ya a la reja me sonreía con toda el alma. La encontré muy bella, pero no supe decírselo».[6] El pensamiento de Meursault permite aquí una pequeña brecha, aunque insuficiente. María le sonríe con el «alma», y su belleza pareciera sobrepasar lo meramente erótico. Pero una vez más, Meursault no puede unir su razón a sus afectos, y lo sentido no puede volcarse a nivel del lenguaje. A nivel sexual, Meursault se permite un poco más de sinceridad respecto a sus sensaciones, en tanto él las percibe como desarraigadas de afecto. A. Aberastury y W. Baranger comentan que «la relación de Meursault con Marie es una tentativa de elaborar la pérdida de la madre. Esta tentativa fracasa y su relación con Marie adquiere las características de una defensa maníaca […] no se siente en contacto con ella, si no la toca».[7] Pero, recordando los primeros meses en la cárcel, se le hace necesario, al comentar que deseaba y extrañaba el tener una mujer, agregar que «no pensaba nunca en María particularmente».[8] Podemos pensar que así fuera, pero resalta una necesidad de obliterarla, de evitar que María implicase algo más que atracción sexual, como si el recordarla, aun en su aspecto sexual, la recubriese de afecto, lo cual se vuelve inadmisible para su estructura de pensamiento. Y el recordar es justamente una de las capacidades atrofiadas del protagonista, debido a la ligazón afectiva que lleva consigo. Cuando ejercita su memoria en la cárcel, lo hace con objetos inanimados, nunca con su propio pasado. Esa vivencia constante del presente es una forma refinada de evitar los sentimientos de deseo (proyectados en el futuro) o de añoranza (en el pasado.)

Meursault puede ser visto como un ser indiferente al otro, o como un ser en el que prima su individualismo. Tal es la postura de Vargas Llosa, que dice: «La tragedia que Meursault simboliza es la del individuo cuya libertad ha sido mutilada para que la vida colectiva sea posible […] lo más temible que hay en él es su indiferencia ante los demás […] también al sufrimiento ajeno».[9] Semejante postura puede encontrarse ya en Homero, en La Ilíada, canto noveno, la embajada de Aquiles, cuando éste debe confrontar dos impulsos contrapuestos: por un lado, su timh, su honra, prestigio, que lo diferencia y separa de los otros; por el otro, la jilothV, el reclamo de Áyax de ayudar a sus compañeros. Aquiles opta por no ir a la lucha, dándole sus armas a Patroclo, prevalece su timh, su orgullo, y el costo es la muerte de éste, a la vez que su venganza conllevará su futura muerte. Lo importante del hecho es esta puja interna entre dos fuerzas irreconciliables, que se da en un poema del 750 a. C. y que resulta una constante del hombre occidental. Puede traducirse, como lo hace Vargas LLosa, en términos de libertad del individuo y su compromiso con la sociedad. El extranjero rompe los códigos sociales que, aunque artificiales, son necesarios para la coexistencia humana. A Meursault le emocionan otras cosas que a la generalidad de la gente:

[…] Las cosas que de veras lo conmueven no tienen que ver con los hombres, sino con la Naturaleza o con ciertos paisajes humanos a los que él ha privado de humanidad y mudado en realidades sensoriales: el trajín de su barrio, los olores del verano, las playas de arenas ardientes. Es un extranjero en un sentido radical, pues se comunica mejor con las cosa que con los seres humanos.[10]

Dice Pollmann respecto a su relación con María: «Sólo cuando la palabra amor ha desaparecido y Marie se le presenta como mundo amable, como un ser relacionado con el sol, el mar, la playa, sólo entonces recobra él ese talante que solemos designar con la palabra amor».[11]

Y es que el protagonista traslada sus afectos a este sol, a esta playa y a esta arena donde. Lo que él no logra vivir conscientemente lo refleja afuera, como si fuese ajeno a él. Cuando acompaña la procesión del entierro, dice respecto al lugar: «la tarde, en esta región, debía ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol desbordante que hacía estremecer el paisaje, lo tornaba inhumano y deprimente».[12] Puede suponerse que tales adjetivos fueran a su vez adecuados para un día de entierro, cuando la muerte puede ser sentida como algo inhumano y deprimente. Momentos antes de encontrarse con los árabes en la playa, «el sol caía casi a plomo sobre la arena», pero luego de la herida, cuando Raimundo y Meursault caminaban solos, «el sol estaba ahora abrasador». Cabe entender que el sol tuviese más fuerza en tanto comenzaba la tarde, pero no deja de ser interesante que acompaña el crescendo de tensión de la narración. Para cuando se encuentra solo con el árabe, «hacía dos horas que el día no avanzaba, dos horas que había echado el ancla en un océano de metal hirviente» y luego «era el mismo sol del día que había enterrado a mamá».[13] Meursault mata por el agobio del sol, así él lo testifica, pero de lo que no dice deberían inferirse otras cosas. Ese sol se halla sobrecargado de contenido, no es sólo su temperatura insoportable, es también la base que el protagonista toma para exteriorizar las emociones que no puede confesarse a sí mismo (ya sea el sufrimiento por su madre muerta, ya sea la tensión sufrida al ver a Raimundo herido, ya sea el temor de haber sido él mismo herido en la contienda). El asesinato resulta incoherente desde el discurso del protagonista. Sus especulaciones racionales no ayudan a desentrañar el motivo de tal acto, antes bien lo oculta, Meursault ni siquiera puede reconocer algo básico y primario: el temor de ser atacado por el otro, el impulso a defender su propia vida (aunque fuese de manera desproporcionada). Se escuda reflexionando «pensé en ese momento que podía tirar o no tirar, y que daba lo mismo».[14] Esta «existencia consagrada a la sensación donde todo es equivalente»[15] y que vive en una preocupación única por el presente puede ser vista como una lucidez del protagonista que se haya alejado de los engaños convencionales y enfrenta el absurdo de la vida, lo vive sin engañarse; pero también puede ser vista como una imposibilidad de arraigarse desde el afecto, de entenderse y entender al otro desde el afecto, lo cual produce su desviación hacia objetos inanimados (como el sol, la playa) a la vez que aliena. Meursault es un extraño, un extranjero de sí mismo, en tanto no reconoce sus propias leyes esenciales, las afectivas. Expresado desde una topografía corpórea, su razón, su cabeza, se ha desprendido de su cuerpo, se ha escindido, ya no se interrelacionan. En todo caso, la mente juzga lo que el cuerpo siente y lo relativiza, le quita importancia. En Meursault se da una jerarquía que evolucionó durante siglos y que en él llega al extremo.

Al final del libro, el encuentro con el capellán brinda diferentes posibilidades de ser interpretado. Jean Claude Brisville dice: «Purificado de toda esperanza engañadora, el acto de vivir es nuestra única certidumbre. La ausencia de Dios, lo absurdo de la suerte, la indiferencia del mundo no pueden corromperlo».[16] Tal puede, desde un punto de vista, ser la vivencia de Meursault. Abandonado a «la tierna indiferencia del mundo»,[17] Meursault comulga con todas las cosas. El sacerdote es visto como una de las posturas que engañan para hacer más soportable la vida, para no tener que mirar de frente el horror del absurdo. En tanto representante de Dios, es un fraude.Puede sugerirse también otra perspectiva. El sacerdote, más allá de su filiación a Dios, es representante tácito del hombre, o al menos de algunas de sus capacidades. Meursault, que podía hablar casi con cualquier persona, y relacionarse con ella a través del prisma de la indiferencia, en cambio se encoleriza con el sacerdote. Uno puede preguntarse si una persona que no tiene relación directa con él y que se acerca a brindarle ayuda espiritual cuando nada lo obliga a ello, no resulta inabarcable para la estructura interna de Meursault. El padre viene en última instancia a transmitirle afecto (en sentido amplio, junto con una ideología) y cabe suponer que a nivel intelectual Meursault rechaza al presbítero porque en verdad no puede soportar lo que le brinda, su intento de que vuelva a reintegrarse, no con la sociedad, sino consigo mismo. Por otra parte, no es sorprendente que Meursault no crea en Dios, en tanto su aproximación al mismo es intelectual (debe notarse que desde las culturas más antiguas la participación con el dios no se logra a partir de especulaciones racionales sino por el camino vivencial, que podía implicar el uso de drogas). La segunda parte del libro abunda en especulaciones racionales (sobre el recuerdo, sobre la guillotina) y el conflicto entre la razón y el afecto llega a su clímax en su enojo con el sacerdote. Se produce entonces la quiebra final, imposibilitado de abordar sus afectos, de soportar la angustia de saber que va a morir, se separa definitivamente de sí mismo, se aliena, quedando encerrado en una especulación que él considera una especie de re-ligare con el mundo. La cólera, en vez de servirle para expresar su angustia, es trasladada hacia el otro (el presbítero) y ambas partes de un mismo cuerpo quedan excluidas la una de la otra para siempre. Extranjero y extraño de sí mismo, el juicio que la sociedad entabla contra él cobra otras significaciones. Dice Cruickshank:



El Extranjero […] expresa, en términos no conceptuales, la sensación que puede provocar el hecho de que la razón es incapaz de reducir el mundo a categorías racionales, que el hombre se encuentra alienado en un mundo que no «conoce» verdaderamente, y que un auténtico conocimiento de sí y de los otros es inalcanzable.[18]



Es este intentar conocer el mundo a través de la razón, invalidando otros caminos, lo que aliena al hombre y lo separa de sí mismo. Vargas LLosa comenta que en la actualidad Meursault hubiera sido condenado por asesinato, pero que no habría sorprendido su desinterés por el otro y su egoísmo. Debe tenerse en cuenta el contexto en que fue escrito El Extranjero (entre 1939 y 1941, y publicado en 1942) para entenderse que la racionalidad y desinterés del protagonista corresponden críticamente a la época en que fue escrito, con los campos de concentración de Auschwitz, y posteriormente Hiroshima. Productos de una razón escindida del afecto, El Extranjero se convierte en una crítica a la sociedad que produce tales individuos, sociedad representada por un juicio improcedente, con un procurador que condena a Meursault no por matar a un hombre, sino por «haber enterrado a su madre con corazón de criminal».[19] Frente al lenguaje ingenuo del acusado, el lenguaje utilizado en el juicio por los representantes de la ley es falso y dogmático.



La novela pudo haber sido entendida como revolucionaria y moral en la época de su aparición, y puede ser entendida con una intención fundamental de afirmación frente al absurdo, como bien aclara Conor Cruise O’Brien,[20] pero puede ser entendida también como una crítica de una sociedad que quita trascendencia al hombre, lo inclina hacia el individualismo y debilita la interacción afectiva con los otros. Retrata a un tiempo al hombre en tanto producto de dicha sociedad, y en sentido negativo a una sociedad que lo juzga y que desoye la responsabilidad que le corresponde.

Bibliografía

Aberastury, Arminda y Baranger, Willy, «Represión del duelo e intensificación de los mecanismos y ansiedades esquizo-paranoides»

Brisville, Jean Claude, Camus, Buenos Aires, Peuser, 1962.

Camus, Albert, El Extranjero, Barcelona, Alianza, 1995.

Cruickshank, El novelista como filósofo, Buenos Aires, Paidós, 1968.

Cruise O’Brien, Conor, Camus, Barcelona, Grijalbo, 1973.

Homero, La Ilíada, Buenos Aires, Losada, 1994.

Pollmann, Leo, Sartre y Camus, Madrid, Gredos.

Said, Edward, Culture and imperialism, New York, Alfred Knopf, 1993.

Vargas Llosa, Mario, La verdad de las mentiras, Buenos Aires, Seix Barral, 1990.

© 2001 by Alfredo Cremanti
[1] Camus, Albert, El Extranjero, Barcelona, Alianza, 1995, p. 7.

[2] Ibíd., p. 10.

[3] Pollmann, Leo, Sartre y Camus, Madrid, Gredos, p. 189.

[4] Camus, Albert, El Extranjero, Barcelona, Alianza, 1995, p. 56.

[5] Ibíd., p. 7.

[6] Ibíd., p. 85.

[7] Aberasturi, Arminda, y Baranger, Willy, «Represión del duelo e intensificación de los mecanismos y ansiedades esquizo-paranoides», p. 73.

[8] Camus, Albert, El Extranjero, Barcelona, Alianza, 1995, p. 89.

[9] Vargas Llosa, Mario, La verdad de las mentiras, Buenos Aires, Seix Barral, 1990, pp. 128-129.

[10] Ibíd., pp. 129-130.

[11] Pollmann, Leo, Sartre y Camus, Madrid, Gredos, p. 194.

[12] Camus, Albert, El Extranjero, Barcelona, Alianza, 1995, p. 21.

[13] Ibíd., p. 71.

[14] Ibíd., p. 69.

[15] Brisville, Jean Claude, Camus, Buenos Aires, Peuser, 1962, p. 44.

[16] Ibíd., p. 47.

[17] Camus, Albert, El Extranjero, Barcelona, Alianza, 1995, p. 142.

[18] Cruickshank, El novelista como filósofo, Buenos Aires, Paidós, 1968, p. 255.

[19] Camus, Albert, El Extranjero, Barcelona, Alianza, 1995, p. 112.

[20] Cruise O’Brien, Conor, Camus, Barcelona, Grijalbo, 1973, pp. 44-45.

No hay comentarios.: